Reflexiones de un popular.

No sé por qué nos llaman “populares”, si no nos conoce nadie.

Será porque atléticamente pertenecemos al pueblo llano, y tampoco es cosa de llamarnos “mataos”, o “malditos”, o algo parecido. No hay que ofender a nadie, que cada cual hace lo que puede y tiene su mérito entrenar y correr por amor al arte. A mí me compensa yerme al día siguiente en algún diario deportivo en esa lista kilométri­ca de nombres anónimos (valga la contradicción) con unas marcas de risa. Pero ahí estás. Con un par. Más vale llegar el 856 (ésa ha sido mi mejor clasificación, fue en Canillejas’96) echando el bofe que estar tirado en el sofá echan­do tripa y con el corazón como un saco de colesterol.

En el fondo, con eso de “populares” nos están demos­trando respeto. Dentro de él damos un poco de pena los “populares-populares”, los del montón indiscriminado, porque hay otros “populares” que no son tan “popula­res”. O sea, que corren mucho los mamones. Así es la vida. Cuestión de jerarquías dentro de las jerarquías. Igual que nada menos que en una final olímpica de 10.000 me­tros, por ejemplo, los primeros doblan a los últimos, pues igual hay “populares” que corren que se las pelan y otros que somos los reyes del trotecillo cochinero y la lengua fuera. Pero quemamos toxinas y, en el reconocimiento anual de la empresa, el médico nos dice que estamos como una rosa aunque ya seamos unos “carrozas”.

Mi ilusión es correr unos metros con los campeones y que alguien me tire una foto. En ese momento preciso yo sería exactamente como ellos: todos reflejados para la inmortalidad conjunta en la misma instantánea im­parcial. Unos segundos de gloria para recordar toda la vida. Pero es imposible. A los populares nos colocan en rebaño. Las figuras están allí delante, conviviendo entre ellas, miembros de la misma casta superior. Suena el dis­paro y entonces sí que ya no los ves ni de coña. Bueno, sí que los ves, aparte de, luego, en el telediario.

En Canillejas, verbigracia, cuando tú subes, ellos bajan por el lado opuesto del recorrido. Y viceversa. Parece que no pisan el suelo mientras tú lo vas machacando. Los cisnes y los patos. Pero en la mayoría de las carre­ras, ni los hueles. Ya se han duchado en el hotel cuan­do tú estás llegando a la meta. Aunque hemos partici­pado en la misma prueba, es como si hubiésemos estado en planetas distintos. ¡Tan cerca y tan lejos! A veces sueño que soy como ellos. En cierto modo lo soy. Lle­vo unas zapatillas, unos pantalones, una camiseta, un dorsal y estamos inscritos en la misma carrera. Una ca­rrera es una metáfora de la democracia. Y en una de­mocracia somos todos iguales, ¿o no? Un día, en la vís­pera de la prueba, me voy a acercar al hotel a ver si me encuentro con Abel Antón. Y, tran­quilamente, con toda naturalidad, le saludaré:

 — “Hombre, Abel, ¿cómo es­tás? Yo también corro mañana. Suerte”.  

Y el me responderá: 

 — “Igualmente” Lo dicho. Colegas.

 • Carlos Toro